sábado, 17 de abril de 2010

Invocación a Kama




Kama, pequeño Dios armado de un flor de loto, sabes herir
los corazones y los cuerpos.Bendito seas porque esta herida es lo que
 la vida nos ofrece de más encantador.

Kama, tú ewstás delante de todos los otros Dioses,porque ,sin ti,
la vida misma no existiría y el cielo se hubiera cerrado en un
silencio eterno anterior a la muerte.

Kama, tú eres el Amor y los seres te pertenecen, como el caballo
más fogoso a su caballero.Tu dominas todo lo que nace
y que, sin , ti no hubiera nacido.

Kama, la virgen espera la herida de tu flor, que es tambien
una flecha perfumada, y tiende su vientre sin igul hacia el escudo de
Rama para que tú la hieras y su sangre corra.

Ella conoce el goce mismo que hace durar la vida entre las
diversas eterninades en donde todo debe absosorberse un día.
y su alegría se confunde con el rayo de su simiente

Kama, tú penetras también el corazón del joven cuando mira
pasar una adolecente sin igual, como un cervatillo ligero y saltarin.
Y su carne es parecida a la lanza de indra, quema hasta morir.

lunes, 12 de abril de 2010

La Muerte Como consejera. ( Fragmento de Viaje a Ixtlan )




..Don Juan escuchó atentamente mientras yo narraba la historia del halcón albino.

-¿Cómo supo usted del halcón blanco? -pregunté al terminar.
-Lo vi -repuso.
-¿Dónde?
Aquí mismo, frente a ti.
Ya no me quedaban ánimos para discutir.
-¿Qué significa todo esto? -pregunté.
Él dijo que un ave blanca como ésa era un augurio, y que no dispararle era lo único correcto que podía hacerse.
-Tu muerte te dio una pequeña advertencia -dijo con tono misterioso-. Siempre llega como escalofrío.
-¿De qué habla usted? -dije con nerviosismo.
En verdad me había puesto nervioso con sus palabras fantasmagóricas.
-Conoces mucho de aves -dijo-. Has matado demasiadas. Sabes esperar. Has esperado pacientemente horas enteras. Lo sé. Lo estoy viendo.
Sus palabras me produjeron gran turbación. Pensé que lo más molesto en él era su certeza. No soportaba yo su seguridad dogmática con respecto a elementos de mi vida de los que ni yo mismo estaba seguro. Inmerso en mis sentimientos de depresión, no lo vi inclinarse sobre mí hasta que me susurró algo al oído. No entendí al principio, y él lo repitió. Me dijo que volviera la cabeza como al descuido y mirara un peñasco a mi izquierda. Dijo que mi muerte estaba allí, mirándome, y que si me volvía cuando él me hiciera una seña, tal vez fuese capaz de verla.
Me hizo una seña con los ojos. Volví la cara y me pareció ver un movimiento parpadeante sobre el pe¬ñasco. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, los músculos de mi abdomen se contrajeron involuntariamente y experimenté una sacudida, un espasmo. Tras un momento recobré la compostura y expliqué la sombra fugaz que había visto como una ilusión óptica causada por volver la cabeza tan repentinamente.
-La muerte es nuestra eterna compañera -dijo don Juan con un aire sumamente serio-. Siempre está a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo. Te vigilaba cuando tú vigilabas al halcón blanco; te susurró en la oreja y sentiste su frío, como lo sentiste hoy. Siempre te ha estado vigilando. Siempre lo estará hasta el día en que te toque.
Extendió el brazo y me tocó levemente en el hombro, y al mismo tiempo produjo con la lengua un sonido profundo, chasqueante. El efecto fue devastador; casi volví el estómago.
-Tú eres el muchacho que acechaba su caza y esperaba pacientemente, como la muerte espera; sabes muy bien que la muerte está a nuestra izquierda, igual que tú estabas a la izquierda del halcón blanco.
Sus palabras tuvieron la extraña facultad de provocarme un terror injustificado; la única defensa era mi compulsión de poner por escrito todo cuanto él decía.
¿Cómo puede uno darse tanta importancia sa¬biendo que la muerte nos está acechando? -preguntó.
Sentí que mi respuesta no era en realidad necesaria. De cualquier modo, no habría podido decir nada. Un nuevo estado de ánimo se había posesionado de mí.
-Cuando estés impaciente -prosiguió-, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vigilándote.
Volvió a inclinarse y me susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco.
Sus ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar.
Le dije que le creía y que no era necesario llevar más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. Él soltó una de sus rugientes carcajadas.
Respondió que el asunto de nuestra muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mí no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya que eso sólo produciría desazón y miedo.
-¡Eso es pura idiotez! -exclamó-. La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada im¬porta en realidad más que su toque. Tu muerte te dirá: “Todavía no te he tocado.”
-Meneó la cabeza y pareció aguardar mi respuesta. Yo no tenía ninguna. Mis pensamientos corrían de¬senfrenados. Don Juan había asestado un tremendo golpe a mi egoísmo. La mezquindad de molestarme con él era monstruosa a la luz de mi muerte.
Tuve el sentimiento de que se hallaba plenamente consciente de mi cambio de humor. Había vuelto las tablas a su favor. Sonrió y empezó a tararear una canción ranchera.
-Sí -dijo con suavidad, tras una larga pausa-. Uno de los dos aquí tiene que cambiar, y aprisa. Uno de nosotros tiene que aprender de nuevo que la muerte es el cazador, y que siempre está a la izquierda. Uno de nosotros tiene que pedir consejo a la muerte y dejar la pinche mezquindad de los hombres que viven sus vidas como si la muerte nunca los fuera a tocar.
Permanecimos en silencio más de una hora; luego echamos a andar nuevamente.
Caminamos sin rumbo, durante horas, por el chaparral. No le pregunté si eso tenía algún propósito; no importaba. De alguna manera, me había hecho recobrar un viejo sentimiento, olvidado por completo: el puro gozo de moverse, simplemente, sin añadir a eso ningún propósito intelectual.
Quise que me permitiera echar otro vistazo a lo que yo había percibido sobre la roca.
-Déjeme ver esa sombra otra vez -dije.
-Te refieres a tu muerte, ¿no? -replicó con un toque de ironía en la voz.
Durante un momento sentí renuencia de decirlo.
-Sí -dije por fin-. Déjeme ver otra vez a mi muerte.
-Ahora no -respondió-. Eres demasiado sólido.

-¿Perdón?
Echó a reír, y por alguna razón desconocida su risa ya no era ofensiva e insidiosa, como anteriormente. No pensé que fuera distinta, desde el punto de vista de su timbre, su volumen, o el espíritu que la anima¬ba; el nuevo elemento era mi propio humor. En vista de mi muerte inminente, los miedos y la irritación eran tonterías.
-Entonces déjame hablar con las plantas -dije.
Rió a más no poder.
-Ahora eres demasiado bueno -dijo, aún entre risas-. Te vas de un extremo al otro. Apacíguate. No hay necesidad de hablar con las plantas a menos que quieras conocer sus secretos, y para eso necesitas el más recio de los empeños. Conque guárdate tus buenos deseos. Tampoco hay necesidad de ver a tu muerte. Basta con que sientas su presencia cerca de ti......


Fragmento de Viaje a Ixtlan..   Año 1973